Resulta curioso como a los abogados desde nuestros primeros pasos en la universidad, nos introducen la idea de que ciertos actos jurídicos deben realizarse cumpliendo las solemnidades de ley, de lo contrario se entenderán inexistentes, nulos, ineficaces, etcétera. Es así como, es casi una verdad sacramental de cualquier abogado, el entendimiento de que los derechos sobre la tierra no puedan transferirse si no es a través de un documento impreso en un papel especial, color rosado o amarillo, que luego será ingresado a un sistema de información estatal, el cual pareciera funcionar como un engranaje, al que luego de darle cuerda, arrojará un documento oficial, de letra pequeña e incómodo de leer, con muchas “X”, cuya redacción algunas veces pareciera estar premeditadamente elaborada para que su contenido no sea absolutamente claro, incluso para un abogado, pero que por lo menos ofrece algo de certeza acerca de la titularidad de los derechos sobre los inmuebles.
Pero bueno, aunque suene arcaico ese procedimiento en plena era digital, puede ser entendible, tratándose de inmuebles o de otro tipo de activos, de los cuales socialmente se tiene el imaginario de que son de una entidad económica superior a la de otras transacciones. Sin embargo, resulta más curioso aún que en pleno siglo XXI, cuando es pacíficamente entendido que la riqueza no necesariamente radica en la propiedad sobre la tierra, sino más bien en los medios de producción, la forma legalmente establecida para disponer sobre los derechos que se tienen sobre una compañía, sea la antítesis de esa primitiva (pero más certera) forma de disponer de derechos sobre inmuebles.
Así, particularmente refiriéndome a las acciones en que se divide el capital social de una compañía, indica la normativa comercial actual que los derechos sobre estos activos se transfieren mediante el simple acuerdo entre las partes, que producirá efectos “respecto de la sociedad y de terceros”, una vez se realice su “inscripción en el libro de registro de acciones”, lo cual está lejos de ser un sofisticado sistema que pretenda garantizar la seguridad jurídica sobre la titularidad de las acciones (como en teoría se espera que sea respecto del registro de instrumentos públicos, tratándose de inmuebles), y más bien, en términos generales podría decirse que lo más solemne que tiene, es el mero nombre (“libro de registro de acciones”), pues este concepto no hace referencia a otra cosa diferente que a una pila de hojas contramarcadas por la Cámara de Comercio (los famosos libros societarios), si es que acaso la sociedad cuenta con estos, pues la mayoría de veces ni siquiera existen, sin más control en su contenido y manipulación, que el que establezcan las personas al interior de la respectiva sociedad, encargadas de su impresión y custodia.
Por esta razón, cualquier abogado dedicado al derecho societario, a la hora de realizar cualquier operación, más de una vez se ha encontrado con la difícil tarea de adivinar quienes son los reales accionistas de una compañía, en la cual, por ejemplo, no se tiene el mencionado “libro de registro de acciones”, o teniéndose, fue extraviado, diligenciado de forma ininteligible (ya que no existe disposición legal que indique la forma exacta en que debe diligenciarse) o se encuentra desactualizado.
Por tanto, resulta paradójico que mientras para llevar a cabo una compraventa de un inmueble, supóngase de una menor entidad económica, sea necesario entonces todo el protocolo mencionado arriba, pero que a su vez, para llevar a cabo una compraventa de una compañía, supóngase de una entidad económica equivalente a 20 veces el valor del inmueble (o mucho más, lo cual no es extraño), con efectos trascendentales en el tráfico económico nacional, en tanto involucra trabajadores, proveedores, clientes, impuestos, entre otros conceptos, dicha operación quede perfeccionada tan solo con el mero acuerdo de comprador y vendedor inscrito (no dice la ley de que forma, por lo que cada quien según su entendimiento lo hace) en la pila de hojas contramarcadas por la Cámara de Comercio, susceptibles de cualquier eventualidad.
En últimas, en estricto rigor jurídico podría afirmarse que se trata más bien de la prueba de la respectiva operación, lo cual no desdibuja la crítica que aquí se plantea. Pues mientras la prueba de una compraventa inmobiliaria y la titularidad de los derechos sobre la tierra, la ofrece el Estado, lo cual conlleva algo de legitimidad y certeza, la prueba de una compraventa de acciones y de la titularidad sobre las mismas, es dada por “un libro debidamente registrado para inscribir las acciones”. Claro,esto último hablando en lenguaje legal (en los términos del inciso segundo del artículo 195 del Código de Comercio), pero la realidad de la práctica societaria, es que esa prueba está dada tan solo por las mencionadas hojas con el sello de la Cámara de Comercio.
Incluso, llegando al extremo de lo absurdo, cuando en la ley y en la mayoría de estatutos de sociedades por acciones se establece que son accionistas de la sociedad las personas que aparezcan inscritas en el libro de registro de accionistas, en la práctica pareciera que la seguridad jurídica acerca de la prueba de la titularidad de derechos sobre acciones, dependa tan solo de un hecho, no mencionado en la ley ni en los estatutos y aparentemente ajeno a la práctica jurídica: el acto de impresión. Sí, así como suena, de manera que si el archivo digital en el que de alguna forma se indica cuantas acciones tiene cada accionista, es impreso en la hoja oficial proveída por la Cámara de Comercio, “podemos entonces estar todos tranquilos”, pues la persona que allí figure, sí será accionista; pero, por el contrario, si el mismo archivo se imprime por desconocimiento en la hoja simple tomada de la resma que se tiene en la oficina para imprimir las demandas (cuando se presentaban en físico), entonces la persona que allí figure se supone que no tendrá la calidad de accionista, o por lo menos tendrá una menor idoneidad probatoria, lo cual se agrava aún más, si dicha persona no hizo parte del acto de constitución, por lo cual no figura en estatutos.
Por tanto, no es un disparate considerar que los artículos 1857 y 756 del Código Civil, son frente a la transferencia de inmuebles, lo que el artículo 406 del Código de Comercio, es frente a la transferencia de acciones, con la colosal diferencia de que lo que en el primer caso funciona como un engranaje que cuando menos, ofrece prueba que brinda tranquilidad sobre la titularidad de los inmuebles (según se dijo inicialmente), en el segundo caso se trata más bien de imprimir en la hoja correcta.
Siendo así, ¿requerimos un registro estatal de titularidad de acciones en sociedades cerradas, sometido a reserva?
Escrito por Esteban Villegas Palacio